Hace poco fui a la Philharmonie de Berlín para escuchar a Benjamin Zander y la Boston Philharmonic Youth Orchestra en su gira europea.

Los intérpretes eran muy jóvenes, mostrando la energía y ardor característicos de orquestas jóvenes extraordinarias. Fue un concierto precioso.

El público, por otra parte, no estaba demasiado concentrado, hablando mientras sonaba la música y con ataques de tos espontáneos durante los movimientos. Era como si la gente no pudiera soportar el silencio.

Acabado el concierto y tras una larga ronda de aplausos, Zander se giró hacia el público para anunciar el bis.

Comenzó explicando que es descendente de emigrantes judíos berlineses que marcharon a Inglaterra en 1937. A pesar de ello, nueve miembros de su familia murieron en el holocausto. Habló del amor de su padre por la ciudad de Berlín y su efervescencia cultural con Otto Klemperer, Wilhelm Furtwängler y Bruno Walter en activo. Que aquella noche era la primera vez en su carrera que tocaba en Berlín, en su único concierto en Alemania durante la gira, y que era un momento muy especial para él: que sus padres habrían estado muy felices y orgullosos de verle dirigir en esta ciudad, pero también era un sentimiento agridulce, ya que estaba ligada a tanto dolor en su familia.

Dijo que tocarían “Nimrod” de Edward Elgar de las Variaciones Enigma. Y que para él, esta pieza expresa el deseo de encontrar paz y unión a través de la música. Y dicho esto, se volvió hacia la orquesta.

La mayoría de vosotros conoceréis la pieza por su título y seguramente la guardaréis en un sitio especial en vuestro corazón. Desde el momento en que sonó el primer acorde, me vinieron las lágrimas. Los músicos estaban sintiéndo la música y permitiendo que ellos y su público se emocionaran. Fue un momento de unión y emoción entre los músicos, el público y la música.

Cuando el último acorde se apagó, Benjamin Zander tenía los ojos cerrados, los brazos arriba. Y se hizo silencio.

Permaneció con los brazos arriba durante largo tiempo; el público entero, en silencio.

Aguanté la respiración.

Entonces, lentamente, muy lentamente, comenzó a bajar sus brazos. El tiempo pareció pararse. Y aún, nadie se movía.

Tras varios segundos dejé de preocuparme de que alguien aplaudiría y estropearía el momento. Me dí cuenta de que el público se sentía cómodo en este silencio. Y que nadie deseaba interrumpirlo. Ya no había miedo al silencio.

Sus brazos estaban abajo, al lado del cuerpo, y aún no había sonido en la sala.

Entonces, relajó sus brazos.

Silencio.

Y entonces, el aplauso.

Y el alivio, y la alegría, de formar parte de 2000 personas unidas en este momento.

A veces, la vida nos ofrece momentos de asombro. Este fue uno de esos momentos.

¡Que tengamos hoy un momento de asombro!




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